Torre Mar



Estoy sola en el coche en marcha, al lado del camino que lleva a la carretera pequeña que a su vez lleva a la general. Hay un libro en el salpicadero. Maniobro hasta encarar la grava y pongo primera, me dirijo hacia la carretera. Me dices hola desde el asiento del copiloto. Es por la tarde, hace sol. Hay un stop. A la izquierda, la torre Mar, elevada contra el cielo. Tengo que girar a la derecha. Te comento algo sobre el sol y las nubes que me recuerda al título del libro reflejado en el parabrisas, pero no respondes. Ya no estás. Por la izquierda veo que viene un ciclista con un traje de neopreno negro, casco negro y bicicleta negra con veinte coches en procesión que le siguen. Dudo en salir. Pero sal ya, me dices. Le doy al gas y el coche embraga, le doy al embrague y la máquina acelera. De golpe, clavo el pedal de freno hasta el fondo, confundida. Pero ¡sal ya!, repites. Te ríes. Chirrían las ruedas. Miro a la derecha y tú ya no estás, maldito; miro a la izquierda y el ciclista con su procesión está casi encima del cruce. Maldito. Creo que tengo tiempo, una procesión funeraria siempre es lenta. Acelero, pero el coche embraga y entiendo que se han invertido los pedales, te lo explico mientras le doy al embrague pero hablo sola y las ruedas chirrían. Humo y peste a goma quemada con arena. Polvo. Pasa el ciclista por delante del morro de la máquina, giro la llave en el contacto y apago el motor, pasa un coche gris, pasan dos, el tercero, negro. Pongo el freno de mano y suelto todos los pedales. Pasa el coche número cuatro. Y los miro, resignada. Serán veinte o más. Y tu mano coge el libro, te miro con los ojos como platos. Pero ¿por qué no has salido?, me dices. Y yo, pero cómo te odio, cómo te odio. Hasta en sueños y por el rabillo del ojo.





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