Julio y agosto


De cacitos y cacerolas. De echar en falta y de menos. Verano de llenar las sillas y los trípodes. Fotografiar los relojes y exclamar: joder con este calor. Verano de tenerte lejos y perderte de cerca porque las pieles son olas de aire. De acercar las cortinas y meterse en la cocina para morir. Verano de con y sin. Mermelada en la cena y dormir con la cabeza en los pies. Verano de aprender a reír como las personas de noventa años. Con la distancia y la calma. De soñar lienzos de lucecitas espontáneas de colores. De andar y sudar. Verano tórrido de llenos y vacíos. Huecos y huesos, todo y nada, pelo y carne. Verano y camino. Yo verano. Tú nadas. Ella toca. Ellos desandan. Vosotros vacíos, y nosotros la cagamos. Ellas resarcen. Nuevas conjugaciones y viejos verbos. Verano de soles y lunas que llueven en ayunas. Y apretar un clip contra la madera crujiente, saborear los golpecitos de la uña contra la puerta. Es verano. Aprender a reír de los cerdos y las cerdas inmaduros y de sus rabietas. Serán morcilla mañana, ellos, ellas y sus palabras envenenadas. Meses de intermedio e intersecciones con los equinoccios. De sellar las lámparas y abrir las bocas. De sentarse a esperar una inundación y seguir con la felicidad en los labios que no se atreve a saltar. Verano de saber estar. De aprender a llorar junto a los payasos en un silencioso tobogán. Verano para levantarse de entre las cenizas y arder sin morir y gritar: venid a por mí, cabrones, en la sala nos veremos. Erigirse como un mendigo y guerrear contra el miedo en un laberinto. Verano en la plaza del Norte, y después, en la calle del Sur, sonreír porque sí. Porque le da la gana a alguien, y no a los dioses de la Biblia ni el Corán porque solo tolero a Zeus en mis sueños, y en verano. Es calor. No temas a los tiburones. Son película.


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