Sin balas ni cañones


Aplasto el estropajo con jabón y lejía, y el agua que corre, corre, el chorro que choca contra la puta cuchara vuelta hacia arriba, y el agua se expande como una bomba en la cocina, el cristal, el suelo, la encimera, en mi vestido; explota el agua en mi cara ya mojada hace rato. Los macarrones también en agua hirviendo, no es dieta mediterránea, es la dieta de la caridad, del pobre que regresa cada día del infierno y por más que regrese nunca se va. Se queda, permanece en esta guerra sin balas ni cañones. Y quería poner sal en el agua, con las manos húmedas, todavía enjabonadas, y cojo las cerillas y enciendo la llama encima de la sal. No miento. Es el pobre, impotente, y la sal su bomba, casera, inútil. Y dicen que no hay ninguna guerra aquí, en televisión, pero mienten. Es la guerra de la miseria, la silenciosa, en sus campos de batalla la sangre es el hambre, sus balas, el miedo. No puedes comprarlas, no hay tanques, no hay negocio. Hay casas vacías, dormitorios silenciosos y arañas y bichos, y señoras que venden lo suyo, sea ropa o cuerpo, su historia o su canto. Y aquí, en este rincón de mi vida, la herrumbre ha vuelto, el espíritu desconchado y despojado, las sombras. No, no he estado en trincheras ni refugios antiaéreos, he estado en campos de miseria, y no es un invento, en mis recuerdos están y ahora vuelven. Es mentira el estado del bienestar, es una jodida patraña. Y aplasto el estropajo, aplasto el corazón y escupo en el suelo, con asco, y me cago en todo, y vuelve mi cara de niña ante Scarlett O’Hara, sí, otra patraña sentimentalista, pero de pequeña entendí demasiado bien su grito en la semioscuridad, en la pantalla. No hay balas, no hay cañones, hay aviones enormes en el cielo, y mi casa debajo. Y solo tengo agua.


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